viernes, 30 de septiembre de 2011

MEMORIA ACTIVA, DOLOR LATENTE

Tal vez, se le haga difícil recordar el rostro de su madre sin espiar una foto cada tanto. Ya pasaron 16 años, y por más que no se quiera, las facciones, de aquellos que ya no están, se empiezan a olvidar. El mismo dolor nos lleva a la lucha constante entre el olvido y la memoria.
La mañana de la explosión encontró a Marcela y a sus dos hermanas mayores en la casa, en medio de cualquier rutina de lunes. Se habían despedido de su mamá unas horas antes, cuando ella se fue a trabajar a la mutual judía. "De ese día me acuerdo todo, las sirenas, el minuto del llamado telefónico diciendo: ‘volaron la AMIA’. Ahí fue como si hubiese sido el último día de mi vida".


-"Antes del llamado, una de mis hermanas estaba desayunando con una amiga en la cocina; yo estaba en una clase particular de química, porque me iba mal en esa materia, y mi otra hermana se estaba metiendo en la ducha. Yo atendí y atiné a salir corriendo a decir: ‘¡volaron la AMIA!’,’ ¡MAMÁ, MAMÁ!’, ‘¡Volaron la AMIA!’… grité, grité mucho", recuerda Marcela con angustia en su relato.

En ese entonces, ella, era solamente una adolescente de 15 años. Su papá trabajaba desde temprano y los celulares no eran una epidemia como hoy en día. Una de sus hermanas lo llamo por teléfono al trabajo, pero no pudieron encontrarlo. El llanto y la desesperación volvieron a hacerse presentes. No sabían qué hacer, a donde ir, a quien llamar.

Los ataques de pánico y nervios fueron interrumpidos por el sonido de las llaves en la puerta. “En los 5 segundos que tarde en cruzar la cocina hasta la puerta de casa pensé que podía ser mamá, que por algún motivo no estaba en la embajada y que había vuelto a casa… ojala no me hubiese equivocado”. Las llaves cayeron al suelo por la rapidez con la que fue abierta la puerta. Era el papá de Marcela. Lo habían llamado minutos antes para avisarle sobre el atentado, de la desesperación por llegar a su casa no hizo a tiempo de avisarle a nadie, simplemente tomó sus cosas y se fue. Él las abrazo y les aconsejo tranquilizarse; no soltó una sola lágrima, debía mostrarse fuerte ante sus hijas. Les dijo que se alistaran para salir lo más rápido posible. En el llamado que recibió en su trabajo le aconsejaron estar presente en el lugar del derrumbe, no sabía el por qué y tampoco lo había preguntado.

No tardaron más de 5 minutos en salir de la casa. El viaje en taxi hasta la AMIA se hizo eterno, y tardaron aun mas en llegar por el cerco que había a 5 cuadras a la redonda de la embajada.

Marcela jamás quitaría esa imagen cruda de su cabeza. El pánico, las ambulancias, la gente corriendo. Vidrios rotos cayendo de las ventanas de los edificios, cubriendo toda la calle. Gritos que surgían de la multitud, desesperación y miedo. Muerte por decenas. Personas gravemente heridas trasladadas a centros asistenciales. Cientos de voluntarios se hacían presentes espontáneamente para ayudar, para contener, para compartir el llanto. Pasaron los controles y no pudieron contener el llanto ante tanto dolor. “El edificio ya no estaba y mi mamá tampoco…”.



(Crónica Historica, 19/11/2010 )